Los primeros pobladores de la isla canaria de El Hierro (España), aborígenes bimbaches llegados de África, subsistieron en una tierra en la que, al menos en apariencia, apenas manaba el agua. Una orografía sin ríos, sin arroyos, sin fuentes… Pero aquel lugar encerraba un secreto que garantizó durante mucho tiempo la supervivencia de ese pueblo: el árbol Garoé.
Garoé era un enorme tilo de frondosa copa. Gracias a su ubicación, captaba el agua de las nieblas con sus hojas. Esta resbalaba hasta un estanque donde era recogida para el consumo humano o para el ganado. Que Fray Bartolomé de las Casas lo describa en la Historia de las Indias de 1524 nos hace pensar que es algo más que leyenda. El árbol Garoé se convirtió para aquel pueblo en un manantial de riqueza y la llave de su supervivencia.
La historia que sigue cuenta cómo los bimbaches, antes de ser invadidos por tropas europeas, decidieron ocultar el árbol con la esperanza de que los recién llegados no hallaran agua dulce y renunciaran a la isla. Pero una joven indígena se enamoró de uno de aquellos soldados y le reveló, temerosa de que la abandonara, el secreto del Árbol Fuente. Fue el principio del fin para el pueblo indígena. El misterio del agua marcaría para bien y para mal su destino.
No nos detenemos en averiguar la verdad del relato, pero esta conmovedora leyenda bien nos sirve para ilustrar el papel del agua en la supervivencia de las civilizaciones y en el devenir de su historia. El agua como fuente de vida. Un bien tan necesario para las generaciones presentes y futuras, y a veces tan escaso, que se convierte incluso en un recurso sagrado.