Si por algo destacó el Imperio Romano fue por su ingenio para la obra pública. Sus vías fueron las primeras carreteras de la historia. Cuando viajas, por ejemplo, desde Italia o desde el sur de Francia a España, la autopista anuncia en algunos tramos que estás recorriendo una calzada romana. Su legado sigue vivo.
Y es que los gobernantes romanos pronto se dieron cuenta de la importancia de crear una red vial en todo su territorio. Tanto que, en época imperial, la construcción de carreteras sería un tema supervisado directamente por el emperador o por uno de sus subordinados.
Las vías romanas fueron verdaderas carreteras inteligentes en las que los técnicos aplicaron toda la tecnología a su alcance y conceptos de ingeniería absolutamente sorprendentes para la época: se tenía en cuenta la resistencia al movimiento en las rampas y la pendiente longitudinal, que nunca era mayor del 8 % para que los carros tirados por animales pudieran transportar la carga. Cuando era necesario, hacían desmontes del terreno milimétricamente calculados en función de la dureza de la roca de la montaña, y contaban con un buen paquete de firmes, materiales inteligentes de entonces, para transportar elementos pesados a buena velocidad, así como una correcta señalización.
Por estas carreteras circularon mármoles turcos, aceites béticos, oro, plomo, cereales…, desfilaron ejércitos, transitaron viajeros. Sabedores de su trasiego, muchos aristócratas elegían una posición privilegiada junto a las vías para enclavar sus tumbas y ser admirados por los transeúntes que entraban y salían de Roma. “Estoy junto al camino, soy poderoso”, parecían anunciar a los viajantes. Nadie fue ajeno a la importancia de este tejido vial que articuló el territorio, el comercio, la economía y las comunicaciones de gran parte de Europa y Asia.